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fernandujar70

Cadena de Confianza, Romperla y no recuperarla.


Usted imparte en la universidad la asignatura de crítica textual.

Bueno, yo he enseñado de todo, porque fui profesor de instituto y allí tuve que enseñar lengua y literatura. Luego entré en la universidad, en el año 70 ó 71, y allí impartí crítica textual, Siglo de Oro, Literatura de los siglos XIX y XX y alguna asignatura más. Pero en el instituto expliqué de todo. Fíjate que nosotros dábamos clase hasta los sábados por la mañana. Y luego substituía a Riquer en la Universidad Central de Barcelona. Llegué a dar hasta 32 horas semanales por aquel tiempo.

¿32 horas? Son muchas horas para un profesor…

Son muchas horas, y además fue cuando publiqué más. Ahora que no hago nada, publico menos.

Usted fue alumno de uno de los filólogos más eminentes, Martín de Riquer.

Riquer fue mi maestro, claro. Pero mi primer maestro fue mi padre, que me dio clases en el instituto, en Zaragoza, y luego en la universidad, es decir, desde los 9 a los 22, cuando acabé el doctorado. Es mucho padre esto...

También lo fue de su hermano, José Manuel Blecua.

Claro, de los dos, en el instituto, en Zaragoza; estábamos “enchufados”. Eso nos hizo muy fuertes, porque los niños a veces hacían burla de ello y nos llamaban “¡enchufados, enchufados!”. Pero fueron buenos años. Entonces aprendí a jugar a pitos, y al futbolín, y al billar también… y fumaba. Mi padre era muy buena persona y yo lo quería mucho.

Dicen que a sus clases acudía gente de todas las facultades.

Cuando vino mi padre aquí iban los de derecho, de medicina y de otras carreras a oírle en las clases que daba. Entonces enseñaba el siglo XIX; había conocido a Guillén, a Salinas… y explicaba muchas cosas de ellos. Y luego también venían por casa los Goytisolo, Barral… y él les enseñaba los libros dedicados a los alumnos. Era muy conocido entonces.

¿Qué es lo que más admiró de su padre?

De mi padre admiré pocas cosas, porque a los padres no hay que admirarlos. Claro, yo vi los defectos que tenía mi padre, como todos los hijos. Pero como profesor era muy bueno. De él aprendí yo a dar clase. Porque los maestros aprendemos de los profesores que hemos tenido. Ya puedes ir a una “escuela de maestros” o lo que sea: allí no aprenderás nada. Hay que coger de cada profesor lo mejor, aunque lo cierto es que mucha gente coge lo peor de cada uno y los imitan en las tonterías, no en la sabiduría. Y entonces es cuando viene el desorden…

¿Cuál debe ser entonces el papel de profesor?

Yo creo que un profesor de literatura debe saber ante todo transmitir el amor a los libros. Esta es su tarea. Y la única manera de aprender a dar clase es viendo a los profesores, oyéndolos. Por ejemplo, de Riquer aprendí yo mucho.

¿Cómo era?

Era un gran profesor. Y una gran persona. Era manco; perdió el brazo en los últimos días de la guerra: iba en un camión, se cayó y lo atropellaron. Llevaba un brazo de madera y escribía con la izquierda, aunque él era diestro. Y después, tenía dos máquinas de escribir: en una escribía el texto y en la otra redactaba las notas. Hasta que aparecieron los ordenadores; entonces se compró uno y estaba revolucionado, porque podía escribir y corregir en el mismo texto.

«Los maestros aprendemos de los profesores que hemos tenido. Hay que coger de cada profesor lo mejor, aunque lo cierto es que mucha gente coge lo peor y los imitan en las tonterías, no en la sabiduría. Y entonces viene el desorden»

¿Qué relación mantenían su padre y Martín de Riquer?

Eran muy amigos, ya desde Zaragoza. Martín de Riquer venía mucho a Zaragoza y venía a ver a mi padre. Todavía somos muy amigos con la familia. De ellos y de los Díaz-Plaja, que eran los otros profesores de literatura que había aquí en Barcelona.

Usted se ha especializado en el Siglo de Oro…

Yo enseñé el Siglo de Oro y también Literatura Medieval. He publicado el Libro del buen Amor, y he trabajado mucho sobre La Celestina y sobre el teatro medieval. Justo ahora acaba de salir un libro titulado Estudios de crítica textual, que ha publicado RBA, con 17 artículos y entre ellos otro libro, La transmisión textual del Conde de Lucanor, que publiqué en la Universidad Autónoma de Barcelona en una colección que allí dirigía Francisco Rico en el año 80 más o menos. Este libro me llevó mucho trabajo. Aborda el problema de las variantes, de la crítica textual. Entonces discutí bastante con mi padre sobre esta cuestión; el decía que no se podía hacer un árbol ni stemma

¿Quizá era algo demasiado nuevo?

Sí; él no sabía crítica textual. Como muchos tampoco saben, incluso de entre los que presumen que saben.

¿En qué consiste la crítica textual?

La crítica textual es el arte… de sufrir mucho [risas]. A través del cotejo de los manuscritos se hace una filiación estableciendo los errores comunes, que se remontan a un texto original, del cual salen los otros, que llamamos descriptii.

Parte por lo tanto del error.

Exacto, la base es el error. Cuando dos testimonios recogen un error común se remontan a un texto que tenía este error y que se presenta como subarquetipo.

¿Una suerte de arqueología del texto?

Claro, y luego hay que reconstruir el recorrido a partir de esto. Se establecen las familias y luego es una cosa mecánica. Si se sabe hacer bien un stemma, sale bien; si no, lo estropeas todo.

Alguna vez ha dicho que si hay un error, aparece un hereje…

Sí, aparece un hereje. Si a la Biblia se le quita una coma, o se le pone un “no” en vez de un “sí”, ya puedes calcular lo que es. Y es justamente lo pequeño lo que se pierde. Andrés Laguna, que fue el médico de Carlos V, publicó el Dioscorides, el libro de las plantas, un libro dificilísimo, muy erudito, que cita en árabe, en griego, en latín, en francés, en alemán y en español. El caso es que cuenta allí Laguna la anécdota de una cortesana italiana, Turqueta, que estaba enferma y a quien le dieron un remedio prescrito en los tratados de medicina antiguos. Era una fórmula compuesta por diversos ingredientes, entre ellos la Thapsia, una substancia tan fuerte que un criado se la había puesto en la pierna en una ocasión para no seguir a su señor en un viaje y esta se le encoró e hinchó como una bota. Cuando Turqueta bebió la fórmula con este potentísimo ingrediente empezaron a cogerle espasmos y murió en seguida, allí mismo. Un boticario de la corte, que tenía una importante biblioteca de manuscritos, buscó entonces el compuesto entre sus textos y descubrió que no se trataba de “Thapsia”, sino de “Capsia”, porque la T y la C eran iguales en la Edad Media. Y la Capsia no es otra cosa que la canela, que era algo desde luego muy confortativo, mientras que lo otro más bien algo tenebroso. Andrés Laguna pone este ejemplo para mostrar el número de muertes que ha habido debido a estas fórmulas mal entendidas.

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